22/4/10

Día del Libro.

Bajo el influjo de tan agradables ilusiones me he pasado medio siglo coleccionando libros. Ellos, inmensamente generosos, no han exigido nada de mí, sino que me han ofrecido todo tipo de revelaciones. «Mi biblioteca —escribió Petrarca a un amigo— no es inculta aunque pertenezca a un inculto.» Como los de Petrarca, mis libros saben infinitamente más que yo y les agradezco que incluso toleren mi presencia. A veces creo abusar de ese privilegio.
El amor a las bibliotecas, como la mayor parte de los amores, hay que aprenderlo. El que entra por primera vez en una habitación hecha de libros no puede saber instintivamente cómo comportarse, qué se espera de él, qué se promete, qué se permite. Puede verse dominado por el horror —a la acumulación o a la magnitud, al silencio, a la admonición burlona de que es mucho lo que ignora, a la vigilancia—, y parte de esa sensación abrumadora puede seguir aferrada a él una vez aprendidos los rituales y las convenciones, una vez cartografiado el territorio, una vez comprobada la actitud amistosa de los nativos.
Con la temeridad de la juventud, mientras mis amigos soñaban con hechos heroicos en el campo de la ingeniería o el derecho, las finanzas o la política nacional, yo soñaba con llegar a ser bibliotecario. La inercia y una mal reprimida afición a los viajes decidieron otra cosa. Hoy, sin embargo, cumplidos los cincuenta y seis años («la edad» —como afirma Dostoyevski en El idiota—, «a la cual puede decirse con razón que comienza la verdadera vida»), he vuelto a ese temprano ideal y, aunque no puedo decir que sea propiamente bibliotecario, vivo entre estanterías cada vez más numerosas cuyos límites comienzan a desdibujarse o a coincidir con los de mi casa.
"


Alberto Manguel. "La biblioteca de noche"

No hay comentarios: